martes, 17 de marzo de 2009

Libres de dogmas

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El cine de arte no existe. Al menos, no existe más allá de una segmentación de mercados y de productos, de estrategias de lanzamiento y distribución orientadas a clasificar los productos de consumo cultural (aquí, películas) de acuerdo a intereses prefijados y lugares comunes: Cine comercial contra cine de arte, cine de estudio/industrial contra cine independiente, cine de estrellas contra cine de autores.
El caso de Dogville (y por extensión de Manderlay, su secuela) no es frecuente: Es vendible como cine de alguien (Lars Von Trier) ó como coro actoral (Nicole Kidman, Lauren Baccall, Paul Bettany, James Caan, Patricia Clarkson, Chloe Sevigny), buscando un equilibrio entre una propuesta arriesgadísima y un elenco de vuelos muy altos, atractivo para el espectador casual. Y estamos hablando, además, de un director de escena (Von Trier) que trata a sus actrices con la punta del zapato, una especie de ogro genial que le exprimió el jugo a Bjork, Emily Watson y Catherine Deneuve, costara lo que costara.
A Dogville se le pueden buscar referencias, tradiciones, escuelas e influencias todo el día sin meyor problema: Se dirán cosas como Beckett, Brecht, Festen, Godard, cinema verité, cine negro, teleteatro avant-garde, sin que ninguna de estas pláticas (muy frecuentemente snobs) lleve a una valoración global de la estética de Dogville ó del Dogma 95, uno de sus antecedentes más identificables y originado en Dinamarca.
¿Qué es, antes que nada, este manifiesto a veces choteado? Es un intento de quiebre de la idea dominante de cine como construcción escénica, dramática y como ilusión estética, de la valoración de filmes en buenos o malos en valor de estos parámetro, es un “voto de castidad”, llamado así por sus fundadores, que pretende despojar a la cinematografía de cualquier elemento de apoyo, incluso el guión, en aras de utilizar una cámara como registro antes que como herramienta técnica de la dramaturgia.
“El dogma”, como se conoció en México allá por 1996, surge en un momento en que la democratización de los medios para hacer cine, los formatos digitales y el auge del independiente se hace más evidente.
Las reglas: Escenarios reales, no decorados, sean exteriores o interiores. Luz natural. Sonido e imagen no se pueden dividir por vías artificiales, ni editarse. Cámara en mano, película revelada a color, no filtros de imagen, no montajes. Se filma unicamente en celuloide de 35mm (éste no siempre fue respetado). Y tal vez los golpes más directos: la prohibición de películas de género y de que el director aparezca registrado en algún crédito. El director no existe porque en las películas del Dogma el creador no es un artista ni un ente omnipresente.
Como es natural en cualquier corriente de cualquier medio de expresión, se filmaron muchos intentos fallidos en torno a estos preceptos, pero también algunas cintas por demás interesantes que son las que mantienen vivo el interés por las propuestas a década y media de su lanzamiento, como ejemplo, una de cada uno del trío de estrellas danesas:

- Dogma Num. 1: Festen: La celebración, de Thomas Vinterberg, 1998
- Dogma Num. 2: Los idiotas, de Lars Von Trier, 1998
- Dogma Num. 3: Mifune, de Soren Kragh Jacobsen, 1999

Y volvemos a Dogville, un nieto renegado del Dogma, una narración casi absurdamente clásica (división en capítulos, narrador omnipresente, personajes presentados en cuanto aparecen en pantalla) con un rompimiento estético que corría el riesgo de incluso opacar a los demás valores escénicos, tanto en sus aciertos como en sus errores, podría sobrevalorarse o infravalorarse basándose únicamente eso: En el look y sus razones, cuando la película no trata exactamente de estética, sino de discurso completo, incluso político, en paquete completo.

Sergio R. B. Huidobro

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